Los domingos son un gran día. Es el único momento en toda la semana en la que me siento persona y no un robot que sigue una rutina constante. Esa rutina sin la que me es imposible vivir y a la que tanto odio.
Me encantan los domingos porque me despierto tarde entre un revoltijo de mantas que aún conservan mi calor corporal. Me estiro cuidadosamente y hago ruiditos como un gato hasta que , finalmente, me levanto perezosamente.
Me encantan porque, entre vasos de agua y patatas de bolsa un poco revenidas, veo cinco minutos de cada canal de televisión porque nunca se que ver. Nunca encuentro nada que me entretenga y que quiera ver. Tal vez sea porque el único que me entretiene y quiero ver eres tú.
Los domingos son lo mejor porque me dedico a la que más me gusta. Saco libros, saco discos. Ordeno libros, ordeno discos. Me miro y remiro en el espejo. Por un lado, por el otro, por arriba, por abajo y me quito alguna que otra imperfección.
Lleno la bañera de agua hirviendo, enciendo velas, pongo incienso y en la minicadena suena el último disco que compré.
Mis poros se abren y el calor del agua entra en ellos con una suave caricia que me provoca un escalofrio. Cierro los ojos, suspiro y pienso y no pienso. Te pienso y te dejo de pensar. Te escucho cercano y te escucho lejano. Pienso en la semana que se avecina, su frialdad y rigided. Me boca se tuerce con desagrado y me hundo por completo en el agua.
Domingos. Tan tranquilos. Tan relajados. Tan blancos y puros. Tan suyos. Tan únicos.
Con el albornoz arrastrando y cubriendole hasta las orejas se sienta al modo indio sobre la cama con un tazón de té verde mentolado. Su boca dibuja una mueca en su carita de niña pequeña y ojos firmes.
"Domingo" Piensa dando un delicado sorbo a la taza de té "los odio"
Tal vez solo los odie por se el único día de la semana en la que tus ojos no se cruzan con los tuyos.
